Sin embargo, incluso estas observaciones solo pueden transmitir una pequeña parte de la visión más amplia de la existencia—cosmos, vida, muerte, salvación, seres espirituales, creación, el fin de los tiempos—en la cual el Nuevo Testamento vive, se mueve y tiene su ser. Permítaseme, entonces, ampliar aquí algunas observaciones hechas de manera más breve anteriormente. Gran parte de la erudición bíblica cristiana de los últimos siglos ha tendido a distorsionar tanto nuestra noción de la era apostólica que ha creado un cristianismo primitivo totalmente ficticio. No es que esto sea particularmente sorprendente: es perfectamente natural que los cristianos confundan la versión de la fe que conocen con la única versión que ha existido, y esto era especialmente comprensible antes de que la erudición histórica y clásica sobre la antigüedad tardía estuviera tan abundantemente disponible como ahora. Pero, nuevamente, esto siempre ha implicado inevitablemente la creación simultánea de un judaísmo ficticio de la antigüedad tardía, especialmente en la erudición protestante más antigua: un fantástico judaísmo «purificado» situado fuera de la historia cultural, despojado de toda «aleación» helenística y persa, privado de esas jerarquías brillantes de espíritus y poderes, de ángeles moralmente ambiguos y nefilim semi-angélicos que se incubaron en la literatura intertestamentaria; un judaísmo en gran medida milagrosamente no afectado siquiera por aquellos libros septuagintales ausentes en el texto masorético posterior de la Biblia judía y precozmente conformado a la ortodoxia rabínica medieval temprana—y, incluso en ese caso, a una ortodoxia rabínica de fantasía, despojada de su genio y variedad nativos y luego reducida de manera imperiosa a una especie de protestantismo sin Jesús. Ningún judaísmo así existió jamás, ni en los días de Cristo y los apóstoles ni en ningún otro período, aunque ha gozado de una vida larga y vigorosa en la dogmática y crítica bíblica protestante. Tampoco existía en el mundo grecorromano tardío una especie de partición cultural o intelectual impermeable entre el pensamiento pagano y el judío, o entre la «filosofía» de los griegos y la «piedad» puramente pactual de los judíos. Fue una época de asombrosa aventura intelectual y apertura. En gran parte del mundo grecorromano y en sus márgenes, judíos y gentiles aprendieron libremente unos de otros, se influenciaron mutuamente y pertenecían a una misma atmósfera diversa pero integrada, imaginativa y especulativa. Y esa era una atmósfera tan lejana de nosotros hoy, con nuestras nociones anacrónicas y estrechas de lo que constituía el pensamiento cristiano o judío o incluso pagano en la antigüedad, que a menudo apenas sospechamos cuán vastamente diferente es el uso que hacemos de los términos que compartimos con los creyentes de la antigüedad tardía. No hay ejemplos más impactantes de esto, como he señalado, que las maneras en las que los cristianos modernos tienden a interpretar el uso que hace el Nuevo Testamento de las palabras «espíritu» (πνεῦμα, pneuma), «alma» (ψυχή, psychē) y «carne» (σάρξ, sarx), o las teologías de la resurrección que se les asocian.
Estamos, por supuesto, muy alejados del mundo del primer siglo, y por eso nos resulta difícil, al encontrarnos con palabras como «alma» y «espíritu» en el Nuevo Testamento, no verlas como portadoras de significados vagos, apropiadas solo para conceptos confusamente indefinidos o para objetos espectralmente impalpables. Invariablemente eterealizamos o moralizamos sus significados de formas que oscurecen completamente la visión de la realidad que originalmente reflejaban. No concebimos, después de todo, la tierra en la que vivimos hoy como separada de las varias esferas celestes superiores por la esfera lunar, ni el ámbito aéreo de generación y decadencia aquí abajo como separado por esa esfera del imperecedero ámbito etéreo de fuerzas espirituales allí arriba. Para nosotros hoy, incluso palabras como «celestial» (ἐπουράνιος, epouranios) y «terrenal» (χοϊκός, choïkos) transmiten prácticamente nada de la exquisita cosmología—tanto concretamente física como vibrante y espiritual—en la que vivieron los autores del Nuevo Testamento. E inevitablemente, cuando leemos sobre «espíritu», «alma» y «carne» en el Nuevo Testamento, el espectro de Descartes (en gran parte inadvertido para nosotros) se interpone entre nosotros y el texto; casi no tenemos idea de las implicaciones, físicas y metafísicas, que tales palabras tenían en la época de la iglesia primitiva. Incluso «carne» se convierte en un cifrado casi perfecto para nosotros, no solo porque carecemos de la perspectiva de las personas antiguas, sino también por las drásticas simplificaciones de la tradición cristiana con las que hemos sido sobrecargados; creemos saber—saber, en lo profundo—que los primeros cristianos afirmaban inequívocamente la bondad inherente del cuerpo material, y que, por tanto, seguramente la escritura cristiana no podría haber pretendido emplear la palabra «carne» literalmente para designar algo malo. Así, mientras leemos, o bien optamos por no notar que casi cada uso de la palabra en el texto es abiertamente desfavorable y el resto meramente neutral, o reconocemos esto pero nos decimos que la palabra se usa metafóricamente o como una sinécdoque léxica para algún concepto mayor como «la vida mortal en la carne, manchada de pecado y bajo juicio divino». Nos engañamos a nosotros mismos. Como mencioné anteriormente, en el Nuevo Testamento «carne» no significa «naturaleza pecaminosa» ni «humanidad bajo juicio» ni siquiera «carne caída». Simplemente significa «carne», en el sentido físico y directo, y a menudo tiene una connotación negativa porque la carne, perteneciente al ámbito de la mutabilidad y la mortalidad, solo puede formar un cuerpo de muerte. Por lo tanto, según Pablo, el cuerpo de la resurrección no es uno de carne y sangre animado por «alma», sino que es una realidad completamente nueva, un cuerpo enteramente espiritual, más allá de la composición o disolución. Y así habría sido entendido su lenguaje por sus contemporáneos.
Para comprender esto, uno realmente debe apartarse de la visión cartesiana casi con una perentoriedad violenta. Hay que dejar de pensar que solo el cuerpo material posee extensión en cualquier sentido; hay que aprender a no tratar palabras como «alma», «espíritu» y «mente» como términos intercambiables para una misma cosa; y, sobre todo, no debe pensarse en el alma, el espíritu o la mente como necesariamente incorpóreos en el sentido absoluto de carecer de toda extensión o consistencia. Además, debe tenerse especialmente en cuenta que las palabras pnevma y psychē no eran términos nebulosos en el vocabulario religioso o especulativo del mundo helenizado; en la mayoría de los casos, tampoco era probable que se confundieran entre sí, como pueden hacerlo «espíritu» y «alma» en el inglés moderno, porque se usaban generalmente como nombres precisos para dos principios cósmicos y metafísicos distintos que, en algunos sistemas de pensamiento, eran prácticamente antitéticos entre sí. En diferentes épocas, lugares y escuelas, ciertamente, cada una de estas palabras conllevaba connotaciones algo diferentes, aunque nunca enteramente no relacionadas; pero cada una siempre tenía un significado claro. Y Pablo utilizó ambos términos de maneras que formaban parte fundamental del lingua franca filosófica y científica de su época. En este sistema más amplio de ideas, «alma»—psychē o anima—era principalmente el principio vital propio del ámbito de la generación y la decadencia, la sustancia «psíquica» o «animal» que dota a los organismos sublunares con el poder de moverse y crecer por sí mismos, aunque solo por un corto tiempo. Y la vida corporal producida por este principio «animador» se entendía como estrictamente limitada al ámbito aéreo y terrestre. No podía existir en ningún otro lugar, y mucho menos en el éter de los lugares celestiales. Era demasiado frágil, demasiado efímera, demasiado sujeta a la mutabilidad y a la transitoriedad. «Espíritu», en contraste—pnevma o spiritus—era algo bastante distinto, un tipo de vida inherentemente indestructible e incorruptible, no sujeto a la muerte ni a las facultades irracionales de la naturaleza bruta y no confinado a ninguna esfera cósmica particular. Podía subsistir en cualquier lugar y moverse con total libertad entre todos los ámbitos espirituales, así como en el mundo material aquí abajo. El espíritu era algo más sutil pero también más fuerte, más vital, más glorioso que los elementos mundanos de un cuerpo corruptible compuesto de alma terrenal y carne material. Así también, la palabra «espíritus» se usaba comúnmente para referirse a todas aquellas agencias y entidades racionales que poblaban el cosmos pero no estaban atadas a cuerpos vegetales o animales: dioses celestiales menores, daimones, ángeles, nefilim, demonios, o lo que sea. Estos seres gozaban de una vida no dependiente de los elementos inferiores, los στοιχεῖα (stoicheia), o de las combinaciones intrínsecamente disolubles de los mismos.
Aun así, ninguno de estos seres era típicamente considerado como completamente incorpóreo, al menos en el sentido en que hoy usaríamos esa palabra. La creencia común entre la mayoría de las personas educadas era que la única realidad absolutamente carente de cuerpo era Dios, o el más alto principio divino. Todo lo demás, incluso los espíritus, tenía algún tipo de cuerpo, porque todos ellos eran irreductiblemente locales. Los cuerpos de los espíritus podían ser tanto más invencibles como más mercuriales que aquellos de constitución animal, pero también eran, si bien en un sentido peculiarmente elevado, todavía físicos. Muchos pensaban que estaban compuestos, digamos, del éter o la «quintaesencia», aquella «sustancia espiritual» que constituye las regiones celestiales más allá de la luna. Muchos también identificaban esa sustancia con el pnevma—el «viento» o «aliento»—que mueve todas las cosas, una fuerza universal vivificadora, más sutil incluso que el aire que desplaza. Se creía, además, que muchos de estos seres etéreos o espirituales no solo estaban encarnados, sino que eran visibles a simple vista. Las estrellas en el cielo eran consideradas inteligencias divinas o angélicas (como se refleja en Santiago 1:17 y 2 Pedro 2:10–11). Y era una convicción común tanto entre muchos paganos como entre judíos que el destino último de las almas grandes o especialmente justas era recibir cuerpos astrales y ser elevadas a los cielos para brillar como estrellas (como se ve en Daniel 12:3 y Sabiduría 3:7, y como también podría reflejarse en 1 Corintios 15:30–41). La «morada bienaventurada» de los justos estaba literalmente sobre nosotros, en el resplandeciente éter más allá de la luna (véase, por ejemplo, el Himno Órfico 37 o incluso Eneida VI.743–751). De hecho, en las creencias judías y cristianas de la época, no existían ángeles completamente incorpóreos, ciertamente no los ángeles del tomismo, por ejemplo, quienes son pura forma carente de materia prima y, por tanto, cada uno su propia especie única. En realidad, era un principio central de la angelología judía y cristiana más influyente de la época, derivado de la literatura noájica intertestamentaria, que los ángeles habían engendrado hijos—los monstruosos nefilim—con mujeres humanas.
Es discutible, en efecto, que ninguna escuela de pensamiento pagano, antigua o reciente, quizá ni siquiera el platonismo, tuviera un concepto perfectamente claro de alguna sustancia completamente sin extensión. Para Plotino, por ejemplo, el «alma» era «incorpórea», pero no en el sentido en que podríamos suponer; mientras que el alma en el sistema de Plotino no era susceptible de magnitud «material» y, por ende, podía contener todas las formas sin extensión espacial (Enéadas 2.4.11), aún era «incorpórea» solo en el sentido de que poseía una naturaleza tan sutil que podía permear completamente los cuerpos materiales sin desplazar sus constituyentes materiales discretos (Enéadas 4.7.82). Ni el «espíritu» ni el «alma» eran algo parecido a una «sustancia mental» cartesiana. Cada uno, no menos que la «carne y sangre», era concebido como un tipo de elemento. El «espíritu», por ejemplo, en ciertas escuelas antiguas de filosofía natural y medicina, podía definirse como esa influencia sutil o ícor que pervade las venas y pasajes de un cuerpo viviente y, entre otras cosas, le otorga la percepción sensorial—al llenar, por ejemplo, los nervios o los pasajes porosos entre el ojo y el cerebro. Para muchas personas, de hecho, esta influencia vital era literalmente «físicamente» continua con el «viento» que llena el mundo y el «aliento» que hincha nuestros pechos. Esto es casi inimaginable para nosotros, claro está. Cuando hoy, por ejemplo, intentamos comprender Juan 3:8, nos frustramos ante la ausencia en inglés de una palabra que abarque todos los significados presentes en el uso original de pnevma. Mi intento de traducción, cuya insuficiencia reconozco humildemente, es: «El espíritu respira (τὸ πνεῦμα...πνεῖ, to pnevma...pnei) donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que ha nacido del Espíritu (ἐκ τοῦ πνεύματος, ek tou pnevmatos)». Podría, sin embargo, haber escrito en cada caso no «espíritu» para pnevma, sino «viento» o «aliento»; en lugar de «respira» para pnei, podría haber escrito «sopla». Quizá, entonces: «El viento sopla donde quiere... así es todo aquel nacido del viento». O, tal vez: «El aliento respira donde quiere... así es todo aquel nacido del aliento». Afortunadamente, le ahorré eso al lector. Pero, aún así, todos estos posibles significados estarían audiblemente presentes en el texto para su autor y para quienes lo escuchaban leer en las primeras comunidades cristianas. Incluso si somos conscientes de ello, probablemente aún leeremos el versículo como una especie de juego de palabras—en el mejor de los casos, como una símil ilustrativa. Y, huelga decirlo, nuestro concepto teológico plenamente formado del Espíritu Santo nos lleva, por piedad, a verlo de esta manera. Pero probablemente no debería interpretarse como un juego de palabras en absoluto. Si pudiéramos escuchar el lenguaje de pnevma con oídos grecorromanos tardíos, nuestro sentido del significado del texto no sería el de dos conceptos absolutamente distintos—uno físico y otro místico—entrelazados solo metafóricamente por una ambigüedad verbal; más bien, casi con seguridad oiríamos un solo concepto expresado unívocamente a través de una sola palabra, un concepto en el cual lo físico y lo místico permanecen sin diferenciación. Nacer del espíritu (o Espíritu), nacer del viento de la vida, nacer del aliento divino y cósmico que vivifica y une todas las cosas: todo tendría para nosotros un sentido perfectamente simple, directo y físico. Sea como fuere, hay algo seguro: era ampliamente creído en la antigüedad tardía que, en los seres humanos, carne, alma y espíritu estaban presentes en algún grado; el espíritu era simplemente el elemento que, por naturaleza y constitución, era imperecedero.
Es por esto que antes me quejaba de aquellas traducciones tradicionales pero catastróficas de 1 Corintios 15:35–54, en las que se interpreta la distinción de Pablo entre el «cuerpo psíquico» (sōma psychikon, σῶμα ψυχικόν) y el «cuerpo espiritual» (sōma pnevmatikon, σῶμα πνευματικόν) como una diferencia entre cuerpos «naturales» y «espirituales». La categoría de lo «natural» es aquí superflua, al igual que cualquier oposición entre modos de vida naturales y sobrenaturales, o entre reinos naturales y sobrenaturales radicalmente discontinuos; esa es una división conceptual que pertenece a épocas mucho más tardías y, desde un punto de vista intelectual, mucho menos afortunadas. Para Pablo, tanto los cuerpos psíquicos como los espirituales eran, en sentido propio, objetos naturales, y ambos, de hecho, se encuentran en la naturaleza tal como existe hoy. Así, él distinguía no entre cuerpos «naturales» y «espirituales», sino únicamente entre «cuerpos terrestres» (sōmata epi geia, σώματα ἐπίγεια) y «cuerpos celestiales» (sōmata epourania, σώματα ἐπουράνια). Y esta es, de nuevo, una distinción no entre vida natural y sobrenatural, sino entre estados «naturales» incommiscibles: «incorrupción» y «decadencia», «gloria» y «deshonra», «poder» y «debilidad». Al hablar del cuerpo de la resurrección como un cuerpo «espiritual» en lugar de «psíquico», Pablo está diciendo que, en la Era venidera, cuando todo el cosmos se transfigure en una realidad apropiada para el espíritu, más allá del nacimiento y la muerte, los cuerpos terrestres de aquellos resucitados a una nueva vida serán transfigurados en el tipo de cuerpos celestiales que ahora pertenecen a los ángeles: incorruptibles, inmortales, purgados de todo elemento de carne y sangre y (quizá) alma. Pues, como Pablo afirma claramente, «la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios; ni la corrupción hereda la incorrupción». Y, claro está, también dice que aquellos que están en Cristo han sido hechos capaces de esta transformación precisamente porque, en el cuerpo del Señor resucitado, la vida de la Era venidera ya se ha manifestado en gloria: «Así también está escrito: “El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente”, y el último Adán, espíritu vivificante. El primer hombre, salido de la tierra, es terrenal; el segundo hombre, salido del cielo. Como el hombre terrenal, también son los terrenales; y, como el celestial, también los celestiales; y, así como hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del hombre celestial». Para Pablo, esto no es menos que la transformación del compuesto psíquico en el simplex espiritual: la metamorfosis del cuerpo mortal de carne perteneciente al alma en el cuerpo inmortal y carente de carne que pertenece al espíritu: «Seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad».
No es tanto el dogma cristiano como los hábitos arraigados de pensamiento e imaginación lo que hace que el lenguaje de Pablo sea tan impenetrable para los cristianos modernos. Por más claras que sean las declaraciones de Pablo, el sentido literal de sus palabras aún parece «pagano», «platónico» o «semignóstico» a los oídos cristianos modernos, y, por supuesto, todas esas cosas se consideran muy malas. Así persiste la imagen de la resurrección, incluso en el pensamiento de Pablo, como algo en la línea de una reconstrucción y reanimación del cuerpo terrenal en un estado solo un poco más duradero. Esto es profundamente problemático, ya que «animado» es posiblemente ya un sinónimo de psychikon, y, desde un punto de vista histórico, es probablemente imposible que Pablo haya concebido el cuerpo espiritual como una especie de organismo articulado, consistente en una unión extrínseca entre algo animado (un cuerpo material revivido y mejorado) y algo que lo anima (un principio vital extrínseco). Es casi seguro que consideraba al «espíritu» como la sustancia misma que compondrá el cuerpo resucitado. Nuestro dualismo cartesiano instintivo no podría ser más anacrónico aquí. Ni tampoco la distinción clara posterior entre lo «natural» y lo «sobrenatural». Ni nuestra habitual incapacidad para comprender la oposición central entre los dos principios distintos de alma y espíritu —que atraviesa toda la antropología, teología y metafísica del Nuevo Testamento— que Pablo daba por sentada.
There is, admittedly, no single consistent account of resurrection— either Christ’s or ours—in the New Testament, but Paul’s language re f lects the most prevalent. Only one verse, Luke 24:39, seems to advance a contrary picture; there, more or less reversing Paul’s terms, the risen Christ proves that he is not a spirit precisely by demonstrating that he possesses “flesh and bone.” But here, needless to say, the word “spirit” is being employed with its most debased and vulgar meaning, “ghost.” And even Luke, over the course of his two books, seems somewhat inconsistent on the terminology appropriate to resurrection (because, I suspect, he was drawing on diverse sources). There is, at the very least, ample scriptural evidence that Paul’s language in 1 Corinthians 15 may be little more than a précis of a theology and metaphysics of resurrection not at all uncommon in many of the Jewish circles of his time. Certainly, his may have been one of the standard Pharisaic views of the matter. We almost unquestionably see evidence of this in Acts 23:8: “For the Sadducees say there is no resurrection—neither as angel nor as spirit (μήτε ἄγγελον μήτε πνεῦμα, mēte a[n]ggelon mēte pnevma)—while the Pharisees profess both.” It seems quite clear from that phrase “neither as angel nor as spirit” that the concept of resur rection described here is, like Paul’s, that of an exchange of the “ani mated” or “psychical” body of this life for the sort of bodily existence proper to a “spirit” or an “angel.” Admittedly, some older translations rendered this passage as saying that the Sadducees believed neither in the resurrection, nor in spirits, nor in angels, but that is obviously not what the Greek means. Consider also Mark 12:25, Matthew 22:30, and Luke 20:35–36, all of which tell us that, for those who share in the res urrection, there is neither marrying nor being married—after all, there will no longer be either birth or (so notes Luke) death—because those who are raised will be “as the angels in heaven,” or “in the heavens,” and will in fact be “the angel’s equals” or “equivalent to angels” (ἰσάγγελοι, isa[n]ggeloi). It is difficult not to think that here Jesus may be telling the Sadducees that the theology of resurrection that he shares with the Pharisees claims not that the raised will enjoy merely a revived animated material body but rather that they will live forever in an angelic man ner, an angelic frame.
Nowhere in scripture, of course, is this fundamental opposition between flesh and spirit given fuller theological (and mystical) treat ment than in John’s Gospel, and nowhere else is the promise that the saved will escape from a carnal into a spiritual condition more explic itly or repeatedly issued. The Logos of John’s Gospel does, of course, “become flesh” and “pitch a tent” among his creatures, but this involves no particular affirmation of the goodness of fleshly life; the Logos de scends to us that we might ascend with him, and in so doing, presumably, shed the flesh (though not, one must emphasize, the body). This is the entire soteriological morphology of the Gospel, after all: the tale of the descent from above of the Father’s only Son—the Son who has come down from heaven and who can, therefore, go up to heaven again (3:13)—so that those who are born from above, of water and spirit, can see the Kingdom of God (3:3–5); “that which is born of flesh is flesh, and that which born of the spirit is spirit” (3:6). At the same time, of course, no other Gospel places greater emphasis upon the physical sub stantiality of the body of the risen Christ: Thomas invited to place his hands in Christ’s wounds, the disciples invited to share a breakfast of f ish with him beside the Sea of Tiberias. This should not confuse us. It is another essentially modern, Cartesian prejudice that material bodies must by definition be more substantial, more concrete, more capable of generating physical effects than is anything that might be denomi nated as “soul” or “spirit” or “intellect.” But, in late Graeco- Roman antiquity, it made perfect sense to think of spiritual reality as more substantial, powerful, and resourceful than any animal body. Nothing of which a mortal, corruptible, “psychical” body is capable would have been thought to lie beyond the powers of an immortal, incorruptible, wholly spiritual being. It was this evanescent life, lived in a frail and perishable animal frame in the realm of generation and decay, that was regarded as the poorer, feebler, more ghostly of the two conditions; spiritual existence was something immeasurably mightier, more robust, more joyous, more plentifully alive. And this definitely seems to be the picture provided by the Gospels in general. The risen Christ, pos sessed of a spiritual body, could eat and drink, could be felt, could break bread between his hands; but he could also appear and disappear at will, unimpeded by walls or locked doors, or could become unrecognizable to those who had known him before his death, or could even ascend from the earth and pass through the incorruptible heavens where only spiritual beings may venture.
And then, as I have also already mentioned in passing, there is 1 Peter 3:18–19: “For the Anointed also suffered, once and for all, a just man on behalf of the unjust, so that he might lead you to God, being put to death in flesh and yet being made alive in spirit (θανατωθεὶς μὲν σαρκί, ζῳοποιηθεὶς δὲ πνεύματι, thanatōtheis men sarki, zōiopoiētheis de pnevmati), whereby (ἐν ᾧ, en hōi ) he also journeyed and made a proc lamation to the spirits in prison (τοῖς ἐν φυλακῇ πνεύμασιν, tois en phylakēi pnevmasin).” This verse is extremely easy to misconstrue. It is usually read as relating the same story found in 1 Peter 4:6, which seems to tell of Christ evangelizing the dead in Hades so that, though they had been judged “in flesh” according to human beings, they might live “in spirit” (not “in the Spirit”) according to God. While that verse too is germane to my remarks here, the verses from chapter three do not refer to the same episode. For one thing, whether or not the evangeli zation of Hades was understood as having occurred during the interval between Christ’s death and his resurrection, the tale cited in chapter three is explicitly about something Christ accomplished after his resur rection. The parallel construction “thanatōtheis men sarki, zōiopoiētheis de pnevmati” employs two modal datives—in or by or as flesh, in or by or as spirit—to indicate the manner or condition, first, of Christ’s death and, second, of his being made alive again, while the conjunctive formula en hōi seems to make it clear that, by being raised “as spirit,” Christ was made capable of entering into spiritual realms, and so of traveling to the “spirits in prison.” Again, the word here is “spirits,” meaning rational creatures who by their nature do not possess psychical bodies of per ishable flesh; the reference is not to the “souls” of human beings who have died, but to those wicked angels or daemonic beings imprisoned in Tartarus until the day of judgment (mentioned also in 2 Peter 2:4–5 and Jude 1:6) whose stories are told in 1 Enoch and Jubilees. It may even be of some significance here that these infuriatingly enigmatic verses seem to echo the account of Enoch’s visit to the abode of these spirits in order to proclaim God’s condemnation upon them (1 Enoch 12–15). Who can say? It is certainly of considerable significance, however, that this pas sage seems to say that the risen Christ was able to make his journey to those hidden regions precisely because he was no longer hindered by a carnal frame but instead now possessed the boundless liberty of spirit.
It is just such liberty, incidentally, that for the New Testament ap pears to constitute a vital part of the substance of salvation. If we fail to notice this, it is only because, again, we still instinctively draw an absolute qualitative distinction between physical and spiritual reality, or between the natural and the supernatural. The authors of scripture inhabited a very different universe. For them, the eternal Son’s descent into this world was at once genuinely a movement from transcendence into immanence, but also a movement through space, down from the unchanging divine aeon, or realm above the heavens, through the con centric spheres of the planetary and lunar heavens, into the realm of generation, alteration, and decay. At the same time, our ascent to God in and through Christ is at once a sacramental, mystical, and gracious passage from death to new life, but also a path of ascent in and with Christ through the heavens into God’s eternity above. Both Christ and those saved by him traverse the spiritual and moral chasm of estrange ment between God’s empyrean and this cosmos, but also (in some sense) the actual space between them. Or, at any rate, those interven ing cosmic heavens, in the wake of Christ’s triumph over the hostile powers reigning in them and governing the world below, will no longer be barriers between God’s heaven and the world of the Age to come. It is hard for us to imagine in any but metaphorical colorations the great religious anxiety of late antiquity: that we are imprisoned in the “here below,” in the realm of transience, of birth and death, in the volatile region of air, under the impenetrable, turning, and sentineled spheres of the heavens above. Some of us may be aware that, in the early cen turies of the church, there were mystery religions or “gnostic” sects or Orphic cults or Hermetic wisdoms (and so on) that promised salvation precisely in the form of escape from—and through the midst of—the hostile celestial agencies that imprison us here; but, even then, we tend to imagine that such beliefs were alien to Jewish or Christian faith. They were not.
Most Jews, from well before to well after the time of Christ, as well as most Christians of those early centuries, thought of the cosmos and of salvation in just these terms. Hence the New Testament tells of a cosmic dispensation under the reign of the god of this aeon (2 Corin thians 4:4) or the Archon of this cosmos (John 14:30; Ephesians 2:2), and of spiritual beings hopelessly immured within heavenly spheres thronged by hostile archons and powers and principalities and dae mons (Romans 8:3, 39; 1 Corinthians 10:20–21; 15:24; Ephesians 1:21; and so on), bound under and cursed by a law that was in fact ordained by lesser, merely angelic powers (Galatians 3:10–11, 19–20). Into this prison, this darkness that knows nothing of the true light (John 1:5), a divine savior descends from the divine realm above (John 3:31; 8:23; and so on), perhaps veiled from the eyes of the hostile celestial powers by being in the “form” and “flesh” of a man (Romans 8:3; 1 Corinthi ans 2:8; Philippians 2:7-8), bringing with him a secret truth that has been hidden from before the ages (Romans 16:25–26; Galatians 1:12; Ephesians 3:3–9; Colossians 1:26), a wisdom unknown even to “the ar chons of this cosmos” (1 Corinthians 2:7–8) that has the power to lib erate fallen spirits (John 8:31–32, and so on). The letter to the Ephesi ans is practically a primer in this sort of cosmic soteriology: Christ has been seated at God’s right hand in the heavenly places, “far above every Rule and Authority and Power and Lordship” with “all things ordered under his feet” (Ephesians 1:20–22), having taken the hostile Powers captive as he ascended through the heavens (4:8–10); he has, moreover, emancipated us from the “Archon of the Power of the air” (2:2) and set us alongside himself in the heavenly places (2:6); and even now he is revealing God’s plan to these celestial Archons and Powers through his church (3:10); nevertheless, until the consummation of all things, Christians must continue to wrestle “not against blood and flesh, but against the Archons, against the Powers, against the Cosmic Rulers of this darkness, against the spiritual forces of wickedness in the celestial places” (6:12). The language is perfectly clear. Nor should we doubt for a moment how very literally these images were meant to be taken. This might seem to some of us today, of course, to reduce much of the soteri ology of the New Testament to little more than naïve mythology or bad science, but that would be a thoroughly parochial judgment. Persons of every age are constrained to think and speak within the image of reality they know, but that does not mean that the truths they attempt to enun ciate are exhausted by those conceptual forms. The language of salva tion in Christ as it appears in the earliest Christian documents reflects the presuppositions of its time, but perhaps its revolutionary import has the power to shatter all presuppositions without losing its force. Its symbolic force may even long outlive the tacit (and, sadly, mecha nistic) metaphysics and cosmology of reality that forms the dominant cosmic mythology of the modern age. Whatever the case, the fact re mains that, for Paul (as for others of his time), Christ’s triumph over and subjugation of the cosmic Principalities and Authorities and Powers (1 Corinthians 15:24–28) has literally opened a path through the plane tary spheres, the encompassing heavens, the armies of the air and the potentates on high, all the way to God. This is a claim made in intona tions at once both physical and spiritual. And, even if now most of us can hear only the latter as having any genuinely compelling or credible force, we should nevertheless—just for understanding’s sake—let our selves occasionally hear the former as well. We should, that is, let our selves recognize the integral unity of the natural and the supernatural, the cosmic and the divine, in Paul’s joyous proclamation that “neither death nor life nor angels nor Archons nor things present nor things im minent nor Powers nor height nor depth nor any other creature will be able to separate us from the love of God” (Romans 8:38–39).